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EL CLUB DE LOS DESAHUCIADOS

400 dólares la membresía

Publicado: 2014-03-25

Mediados de los ochenta en Estados Unidos, la “peste rosa”, o el también llamado “cáncer gay", pintaba picos en sus primeras estadísticas. Para muchos, Dios estaba castigando a los sodomitas… el Sida dejaba ver su creciente colecta de víctimas. Si los homosexuales eran un “grupo” que estaba al margen, amparados en esa clandestinidad que les ofrecía cierta seguridad; bajo ese nuevo discurso, culpante y bárbaro, que los señalaba como causantes y depositarios de esa pandemia, se legitimó esa violenta y despiadada discriminación. La marginalidad se instalaba en todas partes por el solo hecho de ser sexualmente distinto, agregándole a ello, el azote de una pandemia aún desconocida y el desinterés estatal de la gestión de Ronald Reagan por combatirla, desentrañar y publicitar las verdaderas vías de contagio. Eso hacía que la “comunidad” fuera más fácil de condenar, social y solidariamente, por esa otra comunidad política y moralmente correcta. Rock Hudson, galán y paradigma de la virilidad del cine de los cincuenta, volvía por esas fechas a ser el epicentro de la opinión pública, no por algún rol en la estratósfera del celuloide de la comedia romántica de lujo, sino por un comunicado oficial de prensa informando que su estado de salud era delicado por haber contraído el VIH, y de esa manera, sensacionalistamente (como la publicidad de un film) se confirmaban los rumores de la vida alternativa que llevaba a escondidas el actor. Ése es el contexto en el que se asoma el personaje de Ron Woodroof, un antihéroe texano, soberbiamente asumido por Matthew McConaughey.

“The Dallas Buyer Club” (retitulada como “El club de los desahuciados”), dirigida por el canadiense Jean-Marc Vallée, trae en sus casi dos horas de proyección, este tramo de cerca de ocho años que logró sobrevivir Ron Woodroof luego que le diagnosticaran la terrible enfermedad, cuando la prognosis médica no le daba más de un mes de vida. Nuestro ungido antihéroe está delineado en el arquetipo del típico macho alfa: grosero, pendenciero, promiscuo desaforado, homofóbico, con la bragueta estimulada no sólo por las infinitas líneas de cocaína que podía aspirar, sino también por las situaciones extremas que podía ofrecer la festividad vaquera a la que también es adicto. Como es de preverse, el ingrato descubrimiento de su mal no es aceptado de buena manera por los masculinos y vigorosos animales de costumbres que tiene por compañeros; inmediatamente, más allá de hacer un espacio para amortiguar la desesperación del caído, los demás hacen espíritu de cuerpo para estigmatizarlo y señalarlo de la misma manera que a aquéllos a los que repudian; así, por natural seguridad, se libran del apestado que estaba camuflado dentro del grupo. Eso en cierto nivel, poco o nada ya le importa a nuestro personaje cuando asume valientemente su nueva realidad; la consigna para esos próximos treinta días era buscar una solución para la encrucijada que le había tocado vivir, y es allí donde radica lo neurálgico de esta película: la negación, y las medidas que debe tomar antes de saberse inexorablemente muerto.

Si ya Woodroof fue confinado a la grieta de los leprosos de esos tiempos, asumiéndose como un marginal más de los tantos que detestaba, es grato ver como nuestro personaje se hace doblemente marginal; pero esta vez no en el plano de la aceptación social, sino en aquél de la licitud. A sabiendas que el AZT (Zidovudina), el primer medicamento antiretroviral que estaba en etapa de prueba (cruel albur al que sometían a los pacientes para suministrarles AZT o placebos con el objetivo de tener certezas sobre la eficacia de la droga), era el producto permitido por la oficial FDA (Food and Drug administration) y que no dejaba alternativas aparte de las dosis de ese veneno (se llegó a demostrar la alta toxicidad del medicamento) Es allí donde la desesperación de Woodroof encuentra una luz en los consejos del Dr. Vass (Griffin Dunne), a quien le han retirado su licencia como profesional, por lo que mantiene un consultorio y laboratorio clandestinos fuera de las fronteras de Estados Unidos. Él le sugiere a Woodroof que una dieta saludable y un adecuado suministro de DDC y Péptido T podrían menguar el avance de la enfermedad. El antihéroe no ve solamente la solución a su problema, sino también una oportunidad de negocio. No se determina lo altruista de su actuar llevando y suministrando estas drogas no homologadas por la FDA a otros enfermos con Sida, que las adquieren por no tan baratas membresías; todo pareciera reducirse a negocios. Incluso ese primer rechazo al transexuado Rayon (notable interpretación de Jaret Leto) deriva en un acercamiento diplomático expresado en un porcentaje de utilidad con miras a insertar sus productos dentro de esa comunidad que antes reprobaba. La conducta y las emociones de Woodroof cambian por sus nuevas vivencias, pero no hay un giro a la docilidad; eso hubiese arruinado el bien llevado papel. Sin embargo, sí hay atisbos de una humanidad que aflora en situaciones límite, en esos momentos donde uno se ve cara a cara con la muerte.

Los Oscar como mejor actor y mejor actor de reparto se los llevaron McConaughey y Leto, respectivamente. Este film debe lo suficiente a la dirección, al guión, al montaje y la fotografía, todos aceptables; pero esta cinta alza cabeza gracias a las importantes actuaciones de los dos actores mencionados, ambos alejándose de los estereotipos de “no serios” en actuación (quizá McConaughey anunciaba una performance de esta magnitud en su papel en “The Lincoln Lawyer”) pero que gracias a ese rigor para confundirse con sus personajes, y darles esa credibilidad que nos conmueve, hicieron de “The Dallas Buyer Club” una película correcta y notable.


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